Destilaciones 'absínticas'... y algo más que puterías.

Saturday, March 29, 2008

Yo no soy Jesucristo

Yo hombre, no fui

Yo confieso,

que he mentido,

que no soy Jesús el Cristo,

que no puedo los pecados del mundo perdonar

Que no soy el cordero,

que nunca quise serlo

Que tuve miedo

Que culpé a mi Padre

y que negué el nombre de la madre

Que no vine a honrar lo indecoroso

Que soy el hijo incestuoso

Que odié a mi prójimo como a mí mismo

Que tengo miedo de mí

Que odio y me complazco

Que no sé perdonarlos cuando saben lo que hacen

Que no ruego por ellos ni seré en sus despojos prosternado

Que no sé amar sino al Mismo,

que lo demás es hedonismo

Que no tengo ni ruego perdón de Dios

Que a cada bofetada deseé que ésta fuera su mejilla

—Pero ved a Dios ¡Ah corazón del amor inerte!

Ved mi cruz, impía e impura

No os compadezcáis de mí

No temáis

—Soy tan sólo un hombre.

 

Alexis Ramírez V. Marzo de 2008

Saturday, March 22, 2008

Nacionalismo mediocre

Hola, les comparto ahora un esbozo que da para todo un ensayo... Ahora lo termino (después de una breve inspiración, y de un par de horas o más sin parar de escribir) y lo muestro, porque no sé cuando lo ampliaré, pero va con la ocasión, por lo que espero que les interese.
 

Nacionalismo mediocre

Por Alexis Ramírez V.

El sentimiento de amor de un individuo por su patria es intrínsecamente religioso. Se veneran símbolos nacionales con un fervor verdaderamente religioso; conmemorando acontecimientos heroicos y a sus personajes, tal como se rememoran los hechos de los santos y de los apóstoles, siempre en pro de una entidad inmaterial llamada "Patria", aquella que a menudo, tal como a un Dios, se la personifica, pues la fe humana necesita inevitablemente aferrarse a los objetos, es siempre fetichista, al menos en un sentido visual o puramente imaginario: siempre pensamos en imágenes, pictóricas o verbales, dibujos y palabras. De sobra está mencionar las múltiples alegorías que de esta "mujer" se han hecho. La Patria, la tierra de nuestros padres, es una entidad equiparable a Dios, es nuestra madre y nuestro padre en una misma palabra. Nosotros somos sus hijos —y ya nuestro himno nacional lo reconoce— y hermanos en la tierra y el linaje.

            Pero no somos un pueblo elegido. No fuimos el pueblo predilecto de Dios, ni por arbitrariedad suya ni por convicción-conversión propia. Somos, en todo caso, sus hijos bastardos o puramente putativos. Hijos de Huitzilopochtli, el diablo, y algunos, sólo algunos; conversos luego, y más tarde, con un mestizaje étnico-cultural, bastardizados hijos de Cristo-Padre-Espíritu. El pueblo novohispano pronto se unificó casi por completo en una misma fe: la católica romana. Tres siglos esta fe fue la única identidad de un pueblo en busca de una auténtica identidad, pero en el fondo aún abigarrada, harto heterogénea. Dos religiones, o una misma, habrían de ser el baluarte del nuevo pueblo mexicano: la antigua, de Cristo y de Roma, y la nueva, de la Nación de México: La Patria.

Quizá la corrupción de las instituciones eclesiales, denunciada por el ilustrado clasicismo burgués, o quizá la incompatibilidad de dos tradiciones, una pagana-indígena y otra cristiana-criolla, pero en algún momento la otrora íntima relación de aquellas dos religiones, pronto disímbolas desde una primera etapa post-independentista —si tomamos en cuenta que la Historia como materia prima para la construcción de un estado mexicano, evocando apológicamente una cultura pagana mexicana, debió contrariar inevitablemente la doctrina cristiana— llegó a ser insostenible. La lucha entre ilustrados burgueses e ilustrados "pro-monarquistas" fue inevitable. Y finalmente la identidad criolla-cristiana-mexicana mejor mostrada en el blasón de la virgen de Guadalupe del cura Hidalgo terminó siendo aplastada ante la consolidación de un estado liberal, con una irreversible victoria resultante del implacable golpe de Juárez quien, cabe mencionar, era indígena: de tradición católica, pero de cuna pagana.

Casi doscientos años de independencia, y el mexicano cree más —tiene más fe— en los mitos-misterios religiosos que en sus leyendas heroicas, a las cuales no escatima ridiculizar en los momentos de más guasa. Es claro, la tradición devocional cristiana tiene más arraigo en las gentes mexicanas, pues es más antigua a la tradición nacional, por unos trescientos años. Son ahora casi incompatibles, el himno nacional pierde cada vez más de sus símbolos cristianos. Las leyes son más laicas, y eso está bien; de la iglesia mexicana tenemos más muestras de corrupción, de sus aliados políticos también, el dios del papado es inicuo. Pero Dios es más grande, es el inevitable padre de las masas, y tiene un hijo (materialización de él mismo) más conmovedor —y más bien "compasionante"— que su hija Patria (materialización de él mismo), y ése es Jesucristo. La Patria se vuelve la hija rebelde de Dios y le reclama sus injusticias, como un espíritu de negación, como una más de sus luciféricas creaciones expulsadas para siempre del patético mundo celestial; y finalmente le reniega su filiación. La frase que alude a la Patria "Que en el cielo tu eterno destino, por el dedo de Dios se escribió" no es sino un remanente de estériles esfuerzos por convenir los designios divinos de una Patria idealmente atea.

Lo que en otros países de tradición semítica ha llegado a ser un fervor religioso por su Patria, por la tierra con la que un Dios les gratificó especialmente a ellos, en el nuestro no pasó a ser sino un disfraz anual. Los símbolos de la "religión atea" que en un principio fueron de innegable extracción cristiana —Obvias analogías resultan de la comparación de la Bandera, el Escudo y el Himno Nacional con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, respectivamente; y nótese el orden que describe el grado material de cada uno y su interrelación—, pasaron por un breve estadio secular para convertirse irreversiblemente en meras alegorías de lo inexistente. Y que en las últimas épocas las estructuras tríadicas tanto de los símbolos cristianos como de los símbolos patrios se han visto alteradas, la una por efecto de la devoción popular y la otra por coherencia con su propia naturaleza. En México la creencia en la Trinidad es particular de cada población, no hay quien le rinda verdadero culto a Dios Padre si no sólo a través de la Virgen de Guadalupe, Jesucristo y el santo patrono del lugar. A los símbolos patrios, en tanto, sería justo añadir un cuarto: los héroes, porque de ellos —falsos o ciertos, humanos o semidivinos— están llenos nuestros libros de texto gratuitos, nuestro calendario cívico de efemérides, y nuestras avenidas y parques.

Como es evidente, en nuestro país coexisten dos religiones y las dos son, al menos en apariencia, igualmente devocionales —la una de los santos y la otra de sus héroes— pero una es más material y otra más ideal —San Antonio cumple milagros, Benito Juárez no hace más "milagros" desde su tumba— y por mucho que nos esforcemos, son casi irreconciliables, pues mientras ésta es creación de hace un par de siglos, aquella se remonta hasta los albores de la Creación misma. El "nacionalismo" mexicano es sólo medianamente religioso, en su simbolismo; en su espíritu, en los hechos, es ateo —hipotético y demasiado mundano—: eso lo hace un nacionalismo, literalmente (en el sentido latino de la palabra), mediocre. El deber religioso del Viernes Santo es de inapelable observancia, la conmemoración del natalicio de Benito Juárez, un ilustrísimo héroe, un hereje, hoy pasa desapercibida.

 

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